Te soñé, Mansión. Parecías
bella cubierta con el misterioso encanto de un velo negro que decías era
elegancia. Lo recorrí y avance por tus pasillos, buscando las razones de tu
grandeza. Busqué entre la arquitectura de tus arcos de medio punto y tus muros
de piedra duradera, coronada en altas torres. Nada. Fui entonces hasta tus
muchas habitaciones queriendo encontrar el arte y el oro, nada, sólo fantasmas
quebrados asomándose a cada puerta. ¿Y los diamantes? ¿Y las maravillas? ¿Dónde
quedaron? ¿Existieron?
Te soñé, Mansión, y hasta
cuidaste de dejarme trazado un poema, pero no me quedé, porque supe a tiempo
que si duermo allí la noche, las puertas se cerrarán para siempre y habré de
vagar dentro. Desde afuera vi cerrar tus puertas, y no extrañé los tristes
semblantes de tus habitantes extraviados, tampoco la mueca de tu figura pavorosa
a través de cristales turbios, desplegando una capa untuosa en aleteos monocolor,
dispuesta al asalto en horas desprevenidas.
Te soñé mansión, olvidada. Marché lejos entonces hacia
los caseríos acomodados en el espacio donde se reúnen árboles y nubes, adornados
con melodía de flauta y tambor, el humo de un buen guiso y mujeres encinta. Seguí más adelante todavía, hasta catedrales custodiadas por gigantes tallados en
maderas preciosas de cedros del Líbano. Ahí pude, por fin, pasar la noche.